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Formación y Evolución
Aunque el origen del Sistema Solar es incierto, la mayoría de los científicos creen que éste empezó a desarrollarse aproximadamente hace 4.500 millones de años de una gran nube de gas y polvo. La nube empezó a comprimirse y el material dentro de la misma se volvió caliente. La mayor parte de esta masa se fundió hacia el centro de la nube, formando finalmente el Sol. El material restante (menos de 1% del original) formó un disco giratorio, llamado nebulosa solar, alrededor del centro. Los planetas y satélites se desarrollaron de la nebulosa cuando ésta se enfrió.
Cerca del centro el material en el disco, condensado en partículas pequeñas de roca y metal que chocaron y se adhirieron unas a otras, gradualmente se desarrolló en cuerpos más grandes llamados planetesimales. Mientras viajaron alrededor del centro, los grandes planetesimales arrastraron el material más pequeño en sus caminos, un proceso conocido como acreción. Con el tiempo estos cuerpos acrecidos se desarrollaron en los planetas terrestres. Los numerosos cráteres todavía evidentes en las superficies más viejas de algunos planetas se cree que fueron creados durante esta fase, cuando los planetas nacientes chocaron con otros cuerpos.
Más lejos del núcleo del disco, frías temperaturas dejaron no sólo roca y metal sino también hielo y gas por desarrollar. Estos materiales formaron pequeños remolinos en el disco giratorio que se desarrollaron en los planetas jovianos. Cada planeta joven tenía su propia nebulosa relativamente fría, de la cual se formaron sus satélites.
En los planetas y en los satélites acrecidos, sus interiores se desarrollaron calientes y fundidos. En un proceso conocido como diferenciación, los materiales más pesados se hundieron en los centros, generando más calor en el proceso y formando gradualmente núcleos. En el caso de los planetas terrestres, se formaron mantos de roca alrededor de centros ricos en metal y fueron cubiertos por delgadas cortezas superficiales. Elementos ligeros escaparon de los interiores y formaron atmósferas y, en la Tierra, océanos.
Además del calor generado por la acreción y la diferenciación, los planetas y satélites tenían una tercera fuente de calor interior: la degeneración de ciertos elementos radiactivos en su interior. Desde su formación, muchas de las características físicas de los planetas han sido determinadas por la manera en que los cuerpos generaron y perdieron su calor interno. Por ejemplo, la descarga de calor interno explica la actividad volcánica y tectónica que forma las cortezas de los planetas terrestres.
Estos cuerpos tienen superficies sólidas que han preservado un registro de sus historias geológicas. En cuerpos menores tal como la Luna de la Tierra, Mercurio, Marte y los satélites de los planetas exteriores, el escape del calor interior a la superficie es relativamente rápido. Como resultado, la superficie inicialmente sufre rápidos y violentos cambios. Entonces, cuando la mayor parte del calor interior del cuerpo se ha dispersado, las características de la superficie se estabilizan y ésta queda en gran parte tranquila mientras el cuerpo envejece. Los cuerpos más grandes, como la Tierra y Venus, pierden su calor más despacio. De hecho, están todavía sometidos a las fuerzas del volcanismo y tectonismo. La topografía de los cuerpos terrestres que no tienen atmósferas ha sido causada, principalmente, por estas actividades volcánicas y tectónicas, combinadas con la formación de cráteres causados por impactos ocurridos durante la formación del Sistema Solar. Lo mismo se aplica para aquellos cuerpos terrestres que tienen atmósfera, pero su topografía ha sido modificada por la acción del viento y, en algunos casos, del agua.
La evolución de los planetas jovianos no puede ser reconstruida por el análisis de las características de su superficie ya que no tienen superficies sólidas. Estos planetas son tan grandes que mucho de su calor interior está todavía por ser liberado.
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